miércoles, 3 de septiembre de 2025

CUENTO DE UN ABUELO DE VILLA MARINA.


"El aroma de las verduras sancochadas se mezclaba con el olor penetrante de las sardinas y el cilantro de monte. Bajo el ranchito de zinc, a la orilla del conuco en las Juaneras, en Villa Marina, el calor de la tarde se hacía llevadero con cada bocado. Yo, Creliz, aún un niño, y mi tía Josefa, "Chepa", una mujer de contextura gruesa, piel de bronce y una serenidad que calmaba el alma, disfrutábamos en silencio de aquella totuma llena de sencillez y sabor.

Entre bocado y bocado, con la voz tranquila que parecía acariciar el tiempo, mi tía comenzó a hablar. "Creliz, es 31 de agosto. Allá en la Puntica, donde vivíamos con mi mamá Estefana y mis hermanas Alberta y Guillermina..." Su voz no solo contaba; era un conjuro. Dejé de masticar. El ranchito de zinc se desdibujó, el sabor a sardina se transformó y de pronto, sin moverme, fui un espectador invisible en el pasado de mi familia.
Me transporté a  El ranchón de bahareque, con su caballete firme y techo de palma, era el centro del universo. Allí, mi bisabuela Estefana, delgada pero con la energía de un general, daba órdenes con una voz que no admitía réplica. "¡Félix, Eladislao, pónganle la enjalma a los burros! ¡A cortar leña y traer agua! ¡Y que regresen con dos sacos de ñame de la pila!". Era el 31 de agosto de 1952, y todo era una faena bulliciosa y alegre para espantar a la Tuyía.

Los chillidos de un cerdo elegido por Alberta anunciaban que la celebración estaba en marcha. Mi tío Félix y mi papá Eladislao, muchachos de once y doce años, lo despiezaban con destreza. "¡Casi siete arrobas!", gritaba uno. "¡Ocho!", contestaba el otro. Mientras, las mujeres, Alberta, Guillermina y mi tía Chepa, joven entonces, movían ollas en el fogón, preparando hallaquitas y un guiso que olía a paraíso. Chepa, en un tono cómplice, les pedía a sus sobrinos que buscaran lechoza verde para su dulce, ese que era fenomenal, con textura de queso y color marrón brillante. Eladislao salía disparado, ansioso por el premio que aguaitaba tras el trabajo.

Al caer el sol, la faena terminaba. La luz de las lámparas de aceite luchaba contra una oscuridad llena de estrellas. Félix y Eladislao se dormían en sus trojas, con el estómago vacío pero el corazón lleno de anticipación por el banquete del día siguiente.

Llegó la mañana del 31 de agosto. Los fogones ardían desde antes de las cinco. Estefana, después de sus oraciones, dio inicio al festín. "¡Así se combate la Tuyía, comiendo con la barriga llena!", proclamaba. Y vaya si lo hicieron. La mesa era un mosaico de abundancia: cerdo frito crujiente, morcillas sabrosas, caldo de gallina, chicharrones, hallaquitas, caraotas, nada de pescado frito cómo cosa rara, las mujeres de los pescadores engordaban sus cochinitos para descansar de comer tanto pescado, por supuesto,  el dulce de lechoza de Chepa, que brillaba como un tesoro. Félix y Eladislao, desabrochándose los pantalones, pedían más y más, riendo, en una escena que valía todo el oro del mundo. Era la victoria sobre el hambre, la bienvenida a la abundancia de agosto.

De pronto, el sonido de un pájaro en el zinc me trajo de vuelta. Estaba de nuevo bajo el ranchito, con la totuma a medio comer en las manos. La imagen de Félix y Eladislao con la barriga llena se desvaneció, reemplazado por la sonrisa tranquila de mi tía Chepa frente a mí.
Ella tomó un bocado de verduras con sardina, su comida preferida, y me miró. Su historia había cerrado el círculo. Yo ya no solo veía un simple plato de comida; veía un símbolo, un legado. Comprendí que cada bocado era un acto de memoria, un ritual contra el olvido y la escasez.
Terminé de comer mi totuma en silencio, saboreando ahora no solo el sancocho de verduras con sardinas, sino el esfuerzo de Estefana, la destreza de Alberta, la dulzura de Guillermina, la magia en las manos de Chepa y la risa de Félix y Eladislao.

Y así, sentado a la orilla de ese ranchito en Villa Marina de hace muchos años, disfrutando de un suculento sancocho con sardinas y verduras, aliñado con bastante cilantro de monte, ajíes dulces y tomates, recordé para siempre ese cuento de la Tuyía, que es el hambre que acecha a los pueblos, y aprendí que la mejor manera de espantarla es con la barriga llena, la familia unida y la memoria viva".

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