El
30-05-2019, el Oficial retirado de la Armada Bolivariana Teófilo Santaella
escribió un artículo en Aporrea, dedicado a la memoria de su difunta madre Doña
Luisa. El Oficial estuvo casado con mi difunta hermana Gladis Pastrano Freites
y lo conocí en la Isla del Burro, en la década de los ‘60, cuando junto con mi
mamá Rafaela Freites García de Muñoz visitaba a mi hermano Rafael Simón
Pastrano Freites, quien también estuvo preso en el mencionado campo de
concentración durante muchos años. Mi hermana Gladis, que en paz descanse,
parió un hijo de Teófilo, Reinaldo Santaella Pastrano. Más de una vez visité la
casa de Doña Luisa, aún más, la biblioteca de Santaella estuvo por años en mi
casa, y allí leí numerosos libros que enriquecieron mi acervo cultural. Más de
una razón me mueve pues, a incluir la publicación de Teófilo Santaella en La
Crónica Taquense.
A
continuación el escrito del Oficial Teófilo Santaella:
“A la memoria de mi madre.
El comienzo
Mi madre, Luisa Santaella, me inspiró para escribir
este relato, alimentado por la fortaleza, la voluntad y el amor de esa buena
mujer que me dio la vida. Era humilde, analfabeta y de un carácter bondadoso,
pero fuerte cuando las circunstancias lo exigían. Lo que permitió que me
criara, hasta los 10 años, bajo valores que ella instintivamente practicaba,
sin que nadie se los hubiera inyectado. Un día me dijo: ‘Usted es sirviente de
los Pérez, pero guarde la distancia con dignidad. No le agache la cabeza a
nadie. Usted es pobre, pero es, sobre todo, un ser humano. Recuerde siempre:
los ricos son los ricos. Ellos ven por sus ojos el dinero que ambicionan.
Nosotros somos pobres, vemos por nuestros ojos la misericordia de Dios’. Nunca
olvidaría ese mensaje”.
“Mi madre ejercía doble rol: el de madre y el de
padre. Me parió en la casona de mi tía Carmen, a orillas de una quebrada. Era,
como se conoce, una arrimada, cuando el 22 de julio de 1937 me fugué de su
vientre y aterricé en este mundo. Supe, por encima, cuando arribé a los cinco
años, que éramos tan pobres que mi madre, mi hermana y yo, respirábamos por
cuotas. Pero no había amargura en nosotros. La servidumbre fue mi primer
trabajo, cuando tenía seis años. Limpiaba, buscaba agua en la quebrada y
sabaneaban burros en el potrero. Cuando caían y me agarraban potrero adentro
esos aguaceros tramados, pensaba en mi mamá. "Dios me lo acompañe, hijito.
Si llueve rece tres veces a San Isidro Labrador, él le ayudará que amaine la
lluvia, y guárdese el miedo en los bolsillos. Dios me lo bendiga’ ".
“Un día, la lluvia fuerte, dura, como granito, me
hizo huir del potrero antes de cumplir mi tarea. Cogí el camino, y entre charco
y charco, enchumbado de pies a cabeza, iba acortado camino hacia la quebrada,
pero el zumbido lejos era un presagio de la creciente. El ruido, parecido a un
toro cuando lo hierran, se internaba en mis oídos, y llegaba el miedo. Era la
señal de la crecida. El invierno estaba en la cima de las nubes. ‘Dios mío, ¿cómo
haré para pasar el Paso del Tullío’?, pensé. Se llamaba así porque una vez, en
una crecida, un hombre medio borracho había intentado cruzar las aguas
embravecidas, y la endemoniada corriente se lo había llevado hasta clavarlo en
una alambrada, que un pudiente había instalado para evitar que su ganado
escapara. Y quedó atenazado por las púas, hasta que lo rescataron. Nunca más
pudo enderezar su cuerpo y usar sus manos correctamente, de puras heridas que
le maltrataron su carne viva”.
“Desde lejos, mi vista se estiró y pude observar un
grupo de gente que estaba pendiente de mí, y había acudido al ‘Paso’ para
animar a mi madre, que daba muestras de desesperación por el peligro que
pudiera amenazarme. Con cada paso que daba hacia la quebrada, mi corazón
saltaba como el de un niño con juguete nuevo. Avancé hasta que estuve a unos
cincuenta metros de la orilla de las aguas que corrían como locas, serpenteando
y levantando pequeñas olas que arrastraban palos, ramas y hasta algún animal
muerto. Cuando estuve más cerca observé con nitidez a la imagen de la mujer que
me había dado la vida. De pronto, mi tío Luis Escobar, bajo los efectos del
licor, retaba a las aguas color barro, bravas como un toro cerrero, intentaba
lanzarse para irme a rescatar. La gente le debilitó sus deseos, y se alejó del
peligro”.
“Yo seguía a la espera. La lluvia había parado en
grado sumo. Solo harineaba. Cuando percibí que una mujer se arremangó su
vestido, y avanzó hacia las aguas con una mano en alto, como buscando
equilibrio. De pronto un grito rasgó el silencio: ‘¡Señora Luisa, no lo haga!
¡Atrás, atrás!’ Y se lanzó, con decisión, y la frenó por un brazo. La llevó a
tierra. Y recibió palabras de aliento que la tranquilizaron. Las aguas seguían
bajando. Mi miedo se había ido con la lluvia. Sólo esperaba. Y llegó el momento
en que vi como un jinete sobre su montura, empezaba a adentrarse en las aguas
turbias. Rápidamente estuve montado en el anca del caballo y de regreso al lado
de mi madre”.
“Todas estas vivencias las recordábamos ella y yo en
un lugar distante a la del ‘Paso del Tullío’, 53 años después. Los años
pasaron, uno tras otro, dejando huellas imborrables, como aquellos tres años
que pasé en Ocumare de la Costa, a donde me había llevado mi padre, a pedido
mío, a través de una carta donde le manifesté mis deseos de estudiar, por lo
que le agradecía que me fuera a buscar a Sabana Grande de Orituco. Cosa que
hizo y, permitió darle un giro de 360 grados a mi vida. En ese pueblo costero
conocí el mar. Para mí era algo extraordinario, fuera de lo común. Mi mente no
podía concebir tanta agua junta, permitiendo, además, que unos ‘bichitos’ de
madera flotaran y trasladaran a personas de un lado a otro. Y mi sorpresa mayor
fue cuando vi una red de pesca subir a la superficie cargada de peces, saltando
como locos. A alguien le había oído hablar de la multiplicación de los peces…
¿Acaso era eso? ¿O yo estaba equivocado, como producto de mi mente febril?”
“Mi apuro por ver cosas y por aprender más me hizo
tomar la decisión de irme a Caracas. ‘Papá, yo deseo irme a vivir con mi
hermano Luis a Caracas. Te prometo que estudiaré por las noches y trabajaré
durante el día’. Pero las cosas no resultaron tal y como lo había pensado. Con
cuarto grado encima no se abría ninguna puerta para seguir avanzando, y,
temprano, abandoné mis estudios de quinto grado por lo lejos de la Escuela en
la cual me había inscrito, ubicada en El Calvario. Se trataba de una
institución de enseñanza que me quedaba muy distante del cerro donde vivía,
llamado ‘18 de Octubre’ ".
“Fue así como un día me encontré en la Comandancia
de la Marina de Guerra, con un prospecto en mi mano. Seis meses después era
Grumete, en Catia La Mar. Corría el año de 1954. Tres años después, en 1957 me
gradué de Maestre de la Armada. Es decir, Suboficial. Por debajo del oficial,
hasta que llegó un hombre llamado Hugo Chávez, y acabó con el ‘Sub’. (creó los
Oficiales Técnicos). Iniciándose la década de los 60 comencé a oír de las
guerrillas. Aquello me llamó la atención. Se habían producido varios
alzamientos de militares en contra del gobierno de Rómulo Betancourt. Unos
movimientos eran netamente de derecha. Pero estaba la izquierda preparándose,
ya que según, los tres partidos principales que conformaban la ‘Ancha Base’
habían traicionado el espíritu del 23 de Enero de 1958.”
“Un día un compañero de armas, llamado Antonio
Picardo, me invitó a dar una vuelta en su carro. En el trayecto me habló de lo
que estaba en marcha. ‘¿Le echas pichón?’—me preguntó—. Le respondí: ‘Estoy
listo’. Ambos éramos parte de la tripulación del Destructor Zulia. D-21. Fue
así como en horas de la madrugada del 2 de junio de 1962, el trueno de los
cañones y el tableteo de las ametralladoras despertaron a los borrachitos que
dormían sobre los bancos de la Plaza Flores, en la ciudad de Puerto Cabello.
Más tarde, con nostalgias oiría el bolero cantado por Felipe Pirela en honor a
la referida plaza”.
“Rómulo Betancourt, también se despertó en
sobresalto: ‘Esos son los Cabeza Calientes, infectados del comunismo exportado
por Fidel Castro. Hay que exterminarlos como sea’, le ordenó a su ministro de
Defensa-. ‘Treinta años de cárcel, para todos estos carajos’. En efecto, la
Corte Marcial se afincó y pidió: 30 años para los tres cabecillas; 25 para los
oficiales y 22.5 para los Suboficiales”.
“No reaccioné ante la sentencia. No podía creer que
yo pudiera pagar tantos años de cárcel. Me movía como un zombi. Alimentando mi
alma con la solidaridad entre nosotros, y la convicción que no pagaríamos esa
pena. Estuvimos tres meses en reducidas celdas del cuartel Carabobo, donde nos
torturaban con el eco de los instrumentos de música de la banda marcial.
Escogían horas claves para hacernos el regalo de los ensordecedores sonidos.
Los soldados de ese cuartel fueron los primeros que llegaron a combatirnos en
Puerto Cabello. El ensañamiento era a toda hora y de acciones alternas, como
pasarnos la comida en menajes rodados sobre el piso, a través de las rejas. En
ese ínterin, tuvimos la visita del diputado José Vicente Rangel. Días más
tardes nos permitieron ver a nuestros familiares desde lejos. Luego,
sorpresivamente, nos trasladaron al Cuartel San Carlos, en Caracas”.
“En el cuartel San Carlos por fin pude ver a mi
madre. Nos abrazamos. Así estuvimos un rato. El silencio nos atrapó. El tiempo
pareció una eternidad, los años viejos se amontonaron a flor de piel. Sentí, en
profundidad, los latidos de su corazón. Me imaginé que ella sentía los míos.
Cuando nos separamos, ambos teníamos lágrimas que regaron nuestra cara. ‘Hijito,
¿cómo estás? ¿Cómo me lo han tratado? ¿Por qué hijo… por qué? ¿Por qué se metió
en esto? Siento un gran dolor verlo así, como si me lo hubieran arrancado de
mis brazos. Esa gente del gobierno dice muchas cosas… Que ustedes son
comunistas, y que son unos traidores a la patria. Eso me dicen a mí que dicen
ellos. Porque usted sabe que yo no aprendí a leer. Mi comadre es la que lee los
periódicos y luego me cuenta… He estado pegada de José Gregorio Hernández, a
quien le rezo todas las noches para que me lo proteja. Y a Dios lo molesto a
cada rato’.
“No sentamos
agarrados de las manos. Y después de aplacar las emociones, comenzamos a
recordar cuando la crecida de la quebrada y el ‘Paso del Tullío’. Ni siquiera
tuve tiempo de revisar la bolsa que me entregó. ‘Allí le traje unos bollitos
con chicharrón’, me soltó al oído.”
“Siempre, desde mis correrías de muchacho en Sabana
Grande de Orituco, a mi madre la veían como una mujer y una madre ejemplar.
Veía en sus ojos, algunas veces, mucha tristeza, pero en otras percibía a un
ser humano de incalculable valor, y sobre todo de mucha esperanza. Recuerdo que
una vez, luego de regañarme por un mandado mal hecho, me dijo: ‘Las cosas hay
que hacerlas bien. Si usted barre donde los Pérez, hágalo bien. Si a usted lo
mandan a hacer cualquiera tarea, cúmplala. No importa que le moleste, pero
cúmplala. Eso sí, nunca baje la cabeza a nadie, por pobre que sea’.
“Cuando llegó la hora de despedirnos, me dijo: ‘Allá
todos preguntan por su persona. Mi comadre reza y le pide a todos los santos
que salga bien de esta lavativa. Lo dejo con Dios, en la próxima visita le
traeré más bollitos de chicharrón… ¿Quiere que le traiga algo especial?’. Le
respondí: ‘en el estante hay unos libros que deseo me traiga. Busque la ayuda
de Carmen. Se trata las novelas de Rómulo Gallegos’. Nos despedimos con otro
abrazo. Esta vez más corto. Se fue, y me dejó con más ganas de quererla.’
“La estadía en el cuartel San Carlos fue grata, no
tan solo por la compañía de otros oficiales no pertenecientes ni al Carupanazo
ni al Porteñazo. El ambiente entre unos y otros fue fraterno. Entre esos
oficiales estaba uno que reconocí de inmediato: se trataba del general Jesús
María Castro León, ex ministro de la Defensa, y quien se alzó en dos
oportunidades contra Betancourt. Era una persona de baja estatura, de paso
parsimonioso y un rostro indescifrable, adornado siempre con unos lentes ‘Ray
Ban’ que no se los quitaba ni para dormir. Nunca, en el tiempo que estuve en
ese lugar pude verle los ojos. Era parco en su habla, y difícil para entrarle,
por lo menos para nosotros, los de izquierda.”
“En la isla del Burro la vida corría rápido, entre
visitas y juegos de volibol, lectura de prensa, lectura y comentarios sobre
rumores. Hasta que nos llegó la información de que el gobierno estaba
preparando unas instalaciones especiales para los militares ‘remoqueteados’ de
comunistas, en la isla del Burro, ubicada entre los estados Aragua y Carabobo.
Se suscitó una polémica entre los oficiales de derecha y los de izquierda. El
Comandante del San Carlos, mayor Pulido Tamayo, desmintió que hubieran dos
listas: los que se quedaban y los que serían trasladados a la isla del Burro.
Pero el rumor se confirmó cuando nos avisaron que debíamos prepararnos para el
viaje. Eso originó un malestar, el cual desencadenó, la noche del traslado, en
quema de colchones, protestas, gritos, etcétera.”
“En minutos cercanos a la media noche, todo había
terminado para nosotros. Nos subieron en un autobús y dejamos atrás las
‘cómodas celdas’ del viejo cuartel San Carlos. En mis adentros, siempre
conservé la esperanza de la llegada al Comando del cuartel de una contraorden.
Pensaba en mi madre y lo que significaría para ella un traslado tan lejos de
Caracas. Pero, pensaba en otras cosas: ‘Cómo nos recibirán los guardias, y,
sobre todo, cómo será esa cárcel. Como sea estaremos peor que en el cuartel San
Carlos, donde todo lo teníamos cerca’ ".
“El autobús, después de rodar y rodar, pasó por un
pueblo que más tarde supe que se llamaba Magdaleno. Se internó por trozo de
carretera de tierra y monte, y, de pronto, se paró. Habíamos llegado a la
orilla de la conocida y famosa isla del Burro, la misma de donde en tiempos del
presidente de Venezuela, general Medina Angarita, se había fugado, a puro nado,
un famoso delincuente llamado ‘Petróleo Crudo’, quien fue indultado por el
presidente, como un regalo por su hazaña. ‘En columna de a uno’, se oyó una voz
de mando. ‘Abordar la gabarra’. Y subimos a la vieja embarcación (una gabarra)
que nos trasladaría al otro lado, donde nos esperaban otros guardias. Veinte
minutos después del zarpe, estábamos a merced de los guardias, con caras de
perros rabiosos. Nos requisaron, y uno a un iniciamos el ascenso del terreno
empinado hacia nuestro nuevo ‘hogar’.
“El recibimiento fue explosivo. No eran los
guardias. Eran camaradas civiles, presos por diversas actividades políticas.
Todos de izquierda. Allí compartimos por unos dos meses aproximadamente. Luego
nos separaron. A ellos los llevaron a barracas acondicionadas para tales
efectos. Eran unos barracones donde había camas de lado y lado. Con un baño en
cada uno. Alambradas de púas electrificadas bordeaban el terreno sinuoso, donde
estaban las instalaciones, y las garitas con guardias con armas largas. Se
dijo, en aquella oportunidad, que en la construcción de la cárcel habían
participado israelitas”.
“Nosotros, los
militares, estábamos mejor que los camaradas civiles. Cada quien tenía una
habitación, puertas abiertas, sin comodidad, pero sin rejas. Un baño múltiple.
Sin embargo, había una reja principal que nos separaba del exterior. Con barras
gruesas, candados y cadenas gruesas. Así, entre esperanzas disminuidas,
comenzamos a vivir una vida diferente. Comida incomible, guardias amenazadores,
requisas a todo momento, e intentos de fuga”.
“El primer día de visita fue una fiesta entre
presos y familiares. Abrazos, besos, saludos y las esperanzas de una corta
estadía. Mi madre, como otras madres, esposas, hermanos y hermanas, primos,
llegó cansada no sólo por el viaje, sino por lo torturante de la requisa de los
guardias, y luego, vencer la empinada hasta llegar al portón. Además, de sus
bollitos de chicharon (se hicieron famosos con el tiempo, entre mis
compañeros), me trajo los libros que le había encargado estando en el San
Carlos. Recibí los clásicos, y literatura Latinoamérica, donde destaca la
novela Cacao, de Jorge Amado. También me incluyó, ‘Así se templó el acero’, de
Nikolai Ostrovski, y el Manual de Marxismo Leninismo. Este último lo recibí
días después, luego de ser bien revisado por las autoridades del penal. A cada
libro le ponían un sello: REVISADO. En visitas posteriores seguiría trayéndome
libros. Así nació mi pasión por la lectura, hasta el día de hoy. Los libros
fueron mis fieles compañeros durante mi encarcelamiento, y aún lo son. Pienso
que ya no puedo vivir sin mis libros”.
“Atendí a mi madre con cariño y mucho amor. Entró en
horas de la mañana y partiría a las 4 pm, cuando sería requisada de nuevo,
antes de abordar la gabarra y, luego de 20 minutos de travesía, se treparía al
autobús para el regreso… Después del descanso almorzó conmigo, y antes de la
llegada de la hora charlamos. ‘Hijo, por qué usted se metió en esto. Tanto que
luchó por estudiar y subir, y ahora sometido a esta situación que me tortura el
alma’. Y le respondí: ‘Perdóneme por los sufrimientos que le he generado, pero mis
compañeros y yo estamos aquí por dar un paso al frente en contra de un gobierno
despótico y represivo que nos enfrenta con armas, encarcelamiento y torturas.
Muchos jóvenes estudiantes han sido asesinados en las calles de Caracas. Otros
se han visto en la necesidad de irse a las montañas de Falcón y el Bachiller,
en el estado Miranda, para combatir a las tropas que envía el gobierno a
liquidarnos, sea como sea. Nuestra familia es el mayor soporte con que contamos
en esta lucha. Usted, me motiva a seguir hacia delante, y a no bajar la cabeza,
como me dijo un día allá, en Sabana Grande. Se acuerda: ‘Hijo, usted es pobre,
como su hermana y como yo, pero nunca le baje la cabeza a nadie. Dios debe tenernos
un mundo mejor’. Buscando ese mundo mejor es por el cual me metí en ‘esto’… ¿Me
comprende?”
“El 4 de agosto, de 1967, en horas de la tarde,
llegó a mis manos la constancia de mi libertad. ‘El suscrito Director Encargado
de la cárcel nacional de Tacarigua, hace constar que el ciudadano TEOFILO
SANTAELLA, salió en Libertad Plena en el día de hoy. Certificación que se
expide a petición del interesado por carecer de documentos que lo identifiquen.
Atentamente, Rafael Acuña’ ".
“Cinco años después, toqué la puerta del rancho
donde habitaba mi madre, en la tercera vuelta del Atlántico, en La Silsa. Nos
abrazos de nuevo. Como aquel abrazo en el cuartel San Carlos, este fue más
largo, más intenso, y de mis ojos y de los ojos de ella brotaron las lágrimas.
Lágrimas de libertad. Lágrimas de alegría, llenas de sol y de amor. Más tarde,
cuando yo estudiaba en la Universidad Central, fui apresado por la DISIP, y
llevado a los sótanos de ese órgano de seguridad, en Los Chaguaramos, con
motivo del secuestro de Frank Niehous, presidente de la Owens Illinois, en
Venezuela, ya que yo trabajaba en Maviplanca (empresa fabricante de vidrios
planos), perteneciente al Grupo Owens, pero no pasó de un susto. Rápidamente
fui liberado. Seguí fiel a mis principios, hasta hoy. Por otro lado, mi madre
murió en 1995, en La Victoria, estado Aragua. Se sentó en una silla plegable
que le había regalado para sus descansos, y se quedó tranquila y en paz. Se
había ido, sin ver su mundo mejor”.