La
historia es una ciencia que no puede observar los hechos que estudia. Estos
acontecimientos ya no existen. No puede tampoco, experimentar: el historiador
no provoca un hecho histórico para observarlo. El único método posible es la
observación indirecta: indagación no de los hechos, sino de las huellas que
dejaron. Partiendo de esas improntas, el experto en historiografía reconstruye
mentalmente los sucesos, pero para reedificar esos hechos tiene, primero, que
descubrir las relaciones entre esos rastros y después, rehace partiendo de esos
vínculos, los eventos.
El
historiador no empieza hallando los sucesos, para luego buscar las relaciones
entre ellos; él descubre determinada relación entre los hechos, y es la
existencia de ese lazo lo que hace reconocer a los eventos como históricos.
Sea
un investigador de los sucesos históricos trabajando en un archivo. Tiene a su
disposición infinidad de legajos. Los lee e inspecciona. No puede saber por su
simple lectura y estudio, si son o no documentos históricos, es decir,
escrituras que sirvan para reconstruir hechos pasados con significación. Tiene
que seguir leyendo y examinando hasta que descubra una relación entre esos
documentos; es decir, hasta que descubra su significado. Hallada la relación,
esas huellas o restos del pasado se revelan entonces, como antes no se habían
mostrado: como documento histórico; como documentos que están entre sí
vinculados a hechos relevantes ocurridos.
El
registro de los pliegos no constituye la obra del historiador. Mientras no se
descubra la relación significativa entre ellos, no son documentos históricos.
Todos ellos son, por ser huellas, pergaminos del pasado; pero no todo escrito
del ayer es documento histórico por la simple razón de que la historia no es la
ciencia de lo acontecido a secas, sino “la ciencia del pasado que no se limita
a ser pasado”.
Las relaciones entre los pliegos no están
dadas. El vínculo supone una actividad del investigador historiográfico; éste
es, como toda mujer u hombre de ciencia, un observador activo, capaz de
establecer conexiones. No procede arbitrariamente, porque las relaciones tienen
que establecerlas entre los documentos, que son vestigios de lo acaecido sin
las cuales la labor es imposible. Tampoco impone a los documentos una relación
preconcebida, para forzarlos a entrar en ella. Esa es la falsa historia de
quienes buscan, en el ayer, pruebas para sus concepciones teóricas.
Los
manuscritos no hablan por sí mismo, ni son el eco de la voz del historiador.
Éste habla con escritos, y al hablar con ellos, los convierte en documentos
históricos si realmente la huella del pasado que hay en ellos, es histórica, y
a la vez, los documentos históricos lo convierten a él en un historiador. Decía
mi viejo, pero probo profesor de historia: “Querer que las hojas hablen por sí
mismas, es caer en la pura objetividad; querer hablar sin material escrito es
caer en la subjetividad. El documento es necesario, pero el manuscrito no es
tal, si no significa, y significar es siempre expresar algo desde el punto de vista
del hombre y de la época histórica dada. Esta es la verdadera relatividad
histórica; que no quiere decir, como pretende el llamado “relativismo” que los
hechos varíen según el punto de vista en que el historiador se coloque; los
sucesos no varían, ni pueden variar, porque son ayer, y “el pasado es eterno
como los triángulos”.
Nadie modifica lo acaecido, esto es imposible. Lo que es relativo, no es
el hecho acontecido, sino la significación de ese hecho, y la significación de
un acontecimiento sucedido, no se descubre en el ayer mismo, esto es imposible,
sino en la investigación posterior a lo ocurrido”. Por último, recordemos aquí
que: quien conoce el pretérito, sin discusión, está en la posibilidad real de
dominar el presente.
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