En
cualquier país industrializado, no es raro encontrar el caso de un sacerdote
católico que deja su ministerio para contraer matrimonio. La tendencia del
clero latinoamericano es querer seguir a sus colegas europeos y
estadounidenses, aunque hasta ahora, tal decisión es profundamente escondida,
soterrada y sofrenada por todos los medios. Pienso que este es un problema
personal al margen del intento que pretende encasillarlo dentro de un problema
canónico.
Los
creyentes de los países hispanoamericanos tienden a tener una visión mística
del sacerdote, que no corresponde a la esencia humana del mismo (el mito es
velar la realidad con el misterio). Para ellos, el celibato es parte esencial
del “cura-mago”: hálito mágico que rodea a ese ser casi ángel, dotado de poder
divino, digno de adoración por su capacidad de conjurar a los espíritus
malignos. No importa que el cura incurra en pecado. La violación clandestina de
la prohibición es consentida, celebrada y propiciada con humor negro.
Lo
importante es que el cura no contraiga matrimonio, aunque tenga una concubina con
cinco muchachos, como supuestamente, según las malas lenguas, ocurrió una vez
con un obispo de Coro: lo que le importa a la gente es que sea distinto a los
demás hombres, pero ningún ser humano puede ser distinto a otro en lo esencial;
claro, los hay puros de corazón y los hay malvados, pero en fin, son hombres.
El hecho que alguien no tenga familia no le hace bueno, ni más apto para el
sacrificio incondicional por su prójimo. La soltería eclesiástica es
relativamente nueva dentro de la Iglesia, comienza en la Alta Edad Media.
El
celibato no fue practicado por los cristianos primitivos. Es arbitrario y poco
riguroso tratar de fundamentarla en la vida de los apóstoles. Los pobres
pescadores, predicadores y mártires que siguieron a Jesucristo eran casi todos
casados. Aún más, Clemente de Alejandría, San Clemente, Padre de la Iglesia,
sostuvo en el siglo II que ningún apóstol fue soltero. Era como encontrar un
judío no circunciso. Cristo conocía muy bien las escrituras y reafirmó el ideal
del Génesis: que la mujer y el hombre fueron creados el uno para el otro.
Un
numeroso grupo de investigadores bíblicos serios dicen que los dieciocho años
que pasaron entre la infancia y la vida pública de Jesús, tiempo silenciado en
los Evangelios, cubre el período que la sociedad hebrea de aquella época
destinaba al noviazgo y al casamiento. En los primeros heroicos siglos de la
secta cristiana, siglos de mártires, el celibato no era obligatorio, ni
siquiera funcionaba para los obispos. San Pablo opinó de este modo sobre el
problema: “si alguien busca el cargo episcopal, desea una hermosa tarea; el
obispo debe ser irreprochable, casado una sola vez, sobrio, ponderado, digno,
hospitalario, capaz de enseñar, que no sea borracho ni pendenciero, sino
conciliador, pacífico y desinteresado…” Por otra parte, Cristo condenó al fuego
eterno del Infierno a los pederastas.
En
1123, en el Concilio de Letrán, el Papa Calixto II prohibió terminantemente a
los eclesiásticos contraer matrimonio. Quedó desde entonces planteado uno de
los problemas más delicados y controversiales de la iglesia católica: ¿Es el
matrimonio del sacerdote algo impuro, un atentado contra Dios, o al contrario,
un cura casado, conocedor de la problemática de la vida por la práctica
vivencial misma, no poseerá mejor criterio, no ayudará más al mundo actual tan
conflictivo, no estará más acorde con los designios del Creador? Por último, no olvidemos que uno de los
argumentos esgrimidos por Martín Lutero que produjo el cisma protestante, fue
la necesidad de los religiosos de tener esposa. Según el monje alemán: “Cristo
no le pidió a sus sacerdotes que fueran célibes”. A causa de éste y otros
planteamientos del cura Lutero, más de 100 mil campesinos fueron asesinados,
templos con todos sus feligreses reducidos a cenizas, miles de mujeres violadas
y un número incontable de niños atravesados por las lanzas.