Hoy 12-05-2023, evocando a mi difunta progenitora Rafaela Freites García de Muñoz a dos días del Día de La Madre, escribo esta crónica sobre la constante generadora de la vida humana: la mamá de cada uno de nosotros.
Es tanta su importancia para el género humano, que hasta el Hijo de Dios fue parido por una mujer: bien pudo el Todopoderoso haber utilizado cualquier medio para traer a su Hijo al mundo, pero para vincularse estrechamente a la especie homo sapiens, una hembra fue preñada por la Divinidad y anidó en su vientre, parió y amamantó con sus pechos al Creador del Cielo y de la Tierra. Pero para demostrarnos que madre no es solamente la que da a luz al neonato, no lo abandonó nunca, sino que lo acompañó hasta el terrible momento en que es asesinado en la cruz. Allí, junto con María Magdalena y Marta, sufrió desesperadamente y con estoicismo por la muerte de su Jesús, el Nazareno, aunque tenía la absoluta certeza que el Cristo resucitaría de entre los muertos.
Digamos a voz en cuello, sin ninguna duda que el amor de la madre -por el hijo que llevó en su vientre, o mejor aún, el que crió-, estuvo, está y estará siempre más allá del bien y del mal, más allá de cualquier circunstancia. Ella fue y es la hembra de la especie capaz de sacrificar todo, hasta su vida, por el hijo bien amado. No sólo fue la que nos parió con dolor, sino la mujer que no nos abortó a pesar que éramos el fruto prohibido del pecado; quien respetó nuestra vida cuando todos los hipócritas pecadores arrojaban sobre ella la primera piedra. Se sintió orgullosa de inscribirnos en el libro de la vida cuando la estupidez humana la señalaba por llevarnos en sus entrañas y parirnos.
No sólo fue la que nos parió con dolor, sino aquella que trayéndonos al mundo, nos crió con cariño y ternura. Procuró que fuésemos personas de bien y saliéramos de las tinieblas de la ignorancia con sus sacrificios, esfuerzos y duros trabajos. Ella lloraba ante nuestras tristezas y fracasos; velaba ante nuestro lecho de enfermo e hinchaba su corazón de gozo ante nuestras alegrías y triunfos. Nos iluminó el camino recto y justo siendo recta y justa; nos dio el consejo y el consuelo oportuno; nos enseñó a ser tolerantes y a oír a los demás, ya que practicaba la tolerancia y oía. De ella aprendimos con su ejemplo a sacrificarnos por el prójimo que sufre y padece, a compartir lo nuestro con los más necesitados, y ayudar a los demás sin esperar nada a cambio.
No sólo fue la que nos parió con dolor, sino el ser humano que nos enseñó a temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, a justificar nuestra existencia por ese gran amor y dedicación que debemos tener por el prójimo: ¡los pobres!, porque temblaba de ira ante la iniquidad, y justificaba su vida por el amor y dedicación a los menesterosos. Estuvo siempre al lado de los que tienen hambre y sed de equidad, al lado de los perseguidos por la causa de la justicia.
Ella vive y vivirá en nuestra mente, aunque su presencia ya sea inexistente; es de nuestra vida lo más valioso. ¡Qué no hiciéramos por ella! Si ella hizo y haría cualquier cosa por nosotros, debido a ese inmenso amor que nos profesó, y nos profesa en esta y en cualquier realidad posible en la cual se encuentre.
¡Madre! Seguros estamos que, si fuéramos los criminales más terribles del género humano y nos llevaran al patíbulo a causa de nuestras maldades, sólo tú intentarías detener la mano del verdugo. Si nuestros cuerpos estuvieran cubiertos de llagas, escaras y pústulas malolientes y supurantes, sólo tú nos curarías sin asco, ya que en cada uno de nosotros amaste y amas a todos los hijos del mundo: la hembra que tiene un hijo, no es sólo madre de éste, sino de todos los niños del universo. ¡Madre inolvidable! Guardamos tu amor como el ensueño santo y le consagramos el más puro y luctuoso canto, porque así como la vida es de la muerte, así siempre por toda la eternidad hemos de quererte. Nadie olvida a su mamá, ella siempre está y estará presente hasta que exhalemos nuestro último suspiro.
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