Es terrible matar al prójimo, pero lo es
más cuando el motivo es la riqueza. En la Primera y en la Segunda Guerras
Mundiales en el siglo XX, murieron 70 millones de personas; para que el lector
tenga una idea de la mortandad precisaré aquí, que fueron ejecutados 6 millones
de judíos, numerosos prisioneros comunistas, gitanos y homosexuales en las
cámaras de gas camufladas de baños de los campos de concentración de Adolfo
Hitler y los nazis. Esto fue un espantoso genocidio, un atentado contra la
humanidad; pero si todos estos muertos los comparamos con los 66 millones de
indígenas aniquilados por los españoles y los lusitanos, en el Nuevo Mundo, la
balanza de los exterminios se mantiene casi en equilibrio.
Este 12 de octubre de 2016 se conmemoran 524 años del inicio de un
episodio cruel y luctuoso, la mayor masacre en masa en la historia, realizada
por invasores europeos. Fue Cristóbal Colón quien comienza el negocio de la
esclavitud en el continente americano y siembra las raíces del sistema de
vejámenes contra la persona humana en estas Tierras de Gracia, ya que fue el
primero en esclavizar a los indígenas. La arremetida toma dimensiones cruentas,
la persecución para forzar a trabajar a los originarios habitantes era
incesante. La monarquía de los Reyes Católicos necesitaba mercados, metales
preciosos y materias primas; los ejércitos mercenarios, bandas de vándalos
cargadas de taras genéticas, los conquistadores, bañan de sangre las tierras
recién descubiertas, matan sin descanso y sin piedad, con la espada en una mano
y la cruz en la otra.
En la catedral de Sevilla, a la sombra de la Santa Cruz, solía reunirse
lo peor de España: malandrines (léase malandros), segundones, aventureros sin
escrúpulos, sifilíticos, soldados mercenarios, prostitutas estigmatizadas por
la gonorrea, ex galeotes, ex presidiarios, todos llenos de ambición y codicia
que deseaban marchar a las Indias Occidentales. La resistencia fue la respuesta
de nuestros naturales, quienes no comprendían el por qué estos desalmados les
venían a despojar de sus tierras, sus mujeres e hijos y a esclavizarlos.
Cada vez al amanecer no sólo brillaba el sol y el verde intenso del
monte, sino también la sangre derramada en los nocturnos combates que las
hordas de bandidos y malechores europeos, que con bellaca premeditación y
alevosía sostenían contra los desprevenidos meridionales. La soldadesca
española violaba a las indígenas, mutilaba, sodomizaba, torturaba y asesinaba a
los niños de los pueblos que se revelaban; empalaba a los hombres (introducir
una vara por la boca hasta el ano) o los desollaban vivos (quitar la piel con
cuchilla).
El español monárquico, enemigo de los indígenas -genuinos dueños de las
tierras americanas- trazó una sórdida política contra ellos: hacerlos
prisioneros y exportarlos a Santo Domingo (Isla La Española) para que se
dedicaran a la servidumbre, a las largas y agotadoras jornadas en los
yacimientos mineros o al trabajo en el campo, y aniquilar al resto de la
población mediante la guerra genocida para apoderarse de sus tierras. No fue
interés de los conquistadores establecer en la América hispana un nuevo modo de
vida, ya que su principal objetivo era enriquecerse; no por otra razón el
conquistador exterminó la población de la isla de Cubagua en interminables
labores de inmersión en la búsqueda de perlas.
La conquista y colonización de la Corianidad y de Paraguaná fue
excepcional, ya que los pobladores autóctonos colaboraron con quienes les
venían a someter. Fue verdaderamente extraña la actitud del Cacique Manaure. Se
habla de un posible desembarco de Alonso de Ojeda en tierra firme, en lo que después
sería Los Taques (el 3-05-1502), en el sector La Playita, pero hay
historiadores en desacuerdo con esta versión ya que no hay fortines españoles
por estos lugares, ni construcciones de los siglos XVI y XVII, y sobre todo
sería anterior a la fundación de Santa Ana de Coro, el 26-07-1527 por Juan de
Ampíes.
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