La cotidianidad de una comarca, evocada por sus
habitantes de mayor edad, tiene un enorme peso en su microhistoria, ya que nos
da a conocer los usos, anécdotas, costumbres, tradiciones y leyendas; en
síntesis, las peculiaridades de sus pobladores.
He aquí pues, el relato de un testimonio contado por una
honorable abuelita de la hermosa y pintoresca población de Amuay, siempre
acariciada por las aguas del Golfo de Venezuela, de un suceso trágico que tiene
relevancia en nuestro presente: las mordeduras de serpientes y sobre todo de la
coral, que además de poseer un historial trágico, continúan siendo una amenaza
no sólo en este poblado, sino también en el municipio Los Taques y todo el estado Falcón.
En días atrás, tuvimos la oportunidad de conversar con
Margarita Sánchez González, quien nació en Amuay el 13-03-1941, en la calle
Segunda de este poblado, en una casa de paredes de barro y techo de tejas. Hija
de Indalecio Sánchez y Bárbara González, casada por lo civil y la Iglesia
Católica con Felipe Benito Cuauro Aldama; trajo al mundo 7 hijos, 2 hembras y 5
varones a saber: María Auxiliadora, Zenaida Coromoto, Felipe Antonio, Juan
Antonio, José Gregorio (fallecido), Ángel Rubén y Jesús Rafael. En la
actualidad, vive en una casa rural ubicada en el mismo lugar donde estuvo
situada la vivienda donde la parió su madre asistida por una comadrona.
Su mamá le decía “que había que tener mucho cuidado con
las serpientes que abundan en los patios de tierra, los terrenos y montes”. Le
contó “que una comadre de su abuela, que Dios tenga en la gloria, acostumbraba
a buscar leña para cocinar, y la agrupaba en dos montones en el suelo, uno al
lado del otro, amarrados con mecate. Eran palos grandes de leña y los pequeños,
las chamizas que se utilizaban
encendidas para prender el fogón de la cocina”. Estando las piladas de leña en el piso, las agarró y se
las colocó la comadre de su abuela, una en la cabeza sobre un rodete y la otra,
en la de su hijo; pero no se dio cuenta que se había introducido una mortífera
coral. El niño de 10 años, de regreso al poblado decía: “me pica la cabeza”, y
ella le respondía: “Miguelito falta poco para llegar a la casa”.
De pronto, el infante tiró la carga de encendajas, y de
ella salió la víbora; el niño apenas exclamó: “quiero agua” y cayó muerto. La
señora casi fallece del sufrimiento por el accidente, por eso nunca se debe
ignorar lo que expresan los niños”.
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