Relata el vocero y
palabrero de la comunidad “Flor de la Guajira” en Jayana, Elías González
González, que hace mucho tiempo Felipe Montiel Uriana, hombre sabio y mayor, le
contó que viajó hasta Caracas para vender medicinas y artesanía wayuu, pernoctando
en casa de un paisano en Los Mecedores. Allí había una plaza con una estatua de
Diego de Lozada (nacido en Rionegro, Zamora, España en fecha incierta y muerto
en Cubiro, actual estado Lara, en 1569, quien fundó Santiago de León de Caracas
en 1567). El coterráneo al enterarse de esto le entró mucha rabia ya que este
alijuna fue un conquistador español, matarife de indígenas, y le provocó
regresar a esta plaza tarde en la noche y con un mazo quitarle la cabeza a esta
esfinge pero esta era de un metal muy duro. Elías no sabe si todavía esta plaza
se llama así, pero de continuar con el mismo nombre, él piensa que debería ser
cambiado por “Cacique Guaicaipuro” (quien muere peleando contra el invasor), y
retirada la estatua del asesino de indígenas.
El Fraile Montesinos,
en la Isla de La Española, pocos años después del “descubrimiento” predicó el
siguiente sermón: “Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tal cruel y horrible servidumbre
aquellos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a
estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan
infinitas dellas, con muertes y estragos
nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin
darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que los excesivos trabajos que
les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis por sacar y adquirir
oro cada día? Estos indios, ¿acaso no son hombres? ¿No tienen ánimas
racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tal profundidad de sueño tan
letárgico, dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis, con las
abominaciones y crueldades que vosotros hacéis a los indios, no os podéis más
salvar del infierno que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de
Jesucristo”.
Los esclavistas piden la expulsión del ofensor al Rey, quien le ordena a Colón reprender y silenciar al cura y sus compañeros dominicos; ya que “Cada hora de las que ellos estén en esa ínsula estando de esa dañada opinión harán mucho daño para todas las cosas de allá”.
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